Según cuenta la leyenda,
no era el único deseo
del rey Felipe Segundo
construir el Monasterio
para dejar en la historia
la inmensidad de su imperio,
como tampoco lo era
recordar a San Lorenzo,
sino que había algo más,
algo más que un simple sueño,
una especie de inquietud,
cierta preocupación, miedo,
una única intención:
cerrar la entrada al
infierno.
Al parecer, las personas
que lo estaban construyendo
veían de vez en cuando
deambular a un perro negro
del cual era llamativo
su rostro, su extraño
aspecto.
Sabían que ese animal
escondía algún misterio,
pues parecía venir
del fondo del mismo suelo,
ya que se le había visto
recorrer el Monasterio
algunas veces por fuera
y también otras por dentro.
Se ordenó, entonces, cogerlo,
y al final lo consiguieron:
lo mataron de inmediato
y con él aquel secreto.
Pero pasaron los años,
y en diferentes momentos
había quienes juraban
haberlo visto de nuevo
pasear como si nada
a pesar de estar ya muerto.
La leyenda sigue viva,
porque, si bien pasa el
tiempo,
hoy algunos, todavía,
dicen haber visto al perro,
un perro con ojos rojos
como si fuesen de fuego.
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